Aunque no era creyente fue lo más parecido a una conversión mística, a uno de esos vuelcos que da el corazón. En el sanatorio había conocido a una enfermera recién llegada de África, que le habló de aquel campamento de Benaco, en Tanzania, donde había 250.000 refugiados hutus huidos de la matanza de Ruanda que había producido más de un millón de muertos. Daniel R. era un joven médico internista. Su trabajo consistía en realizar una previa exploración a los pacientes que ingresaban en aquella clínica privada de la Costa del Sol. En realidad se trataba de atender a unos multimillonarios y personajes famosos deseosos de perder peso con una dieta espartana y ponerlos a punto con baños de barro y algas, gimnasio, paseos y masajes. La báscula era la reina del lugar. Un kilo perdido, un aplauso; tres, un premio; cinco, una condecoración. En algunos casos se añadía una cura de sueño para quienes llegaban cargados de coca hasta las cejas. Ángela había regresado a España con restos de una malaria, pero estaba dispuesta a volver a África tan pronto se pusiera bien. Cuando le habló de aquella experiencia, Daniel pensó que se trataba de una pirada, una de esas sandalieras, poseída por la bondad universal. Se decidió a acompañarla solo por la pasión y la felicidad que transmitía.
Pidió el ingreso en Médicos Sin Fronteras. Ángela y Daniel tomaron el avión a Nairobi. Después una avioneta de la ONG los llevó sobrevolando el lago Victoria hasta un punto de la sabana de Tanzania donde los recogió un jeep, junto con otros cooperantes, y los llevó a un poblado a 40 kilómetros del campamento de Benaco, cerca de la frontera de Ruanda. En aquella casamata donde se instalaron había otros médicos y enfermeras, algunos expertos en logística de supervivencia que montaban letrinas o eran conductores de grandes cubas de agua potable. La primera noche que Daniel R. durmió bajo las estrellas de África pensó en aquella España de 1986 que había dejado atrás, en medio de la euforia de la entrada al Mercado Común, sacudida por la cultura del pelotazo, con los primeros síntomas de lo que iba a llamarse el milagro español, un Madrid en plena Movida, con el PSOE todavía en estado de gracia. Daniel recordó la última imagen de la clínica de la Costa del Sol, la de un millonario que salía desnudo del spa y cruzaba los salones de mármol, envuelta en una toalla impoluta su buena barriga, fumándose un habano.
En este poblado de Tanzania al día siguiente aprendió la primera lección sin preguntar nada. Varios kilómetros antes de llegar el campamento de refugiados, Daniel divisó una nube amarilla de la que se desprendía un hedor peculiar, nunca antes percibido, dulzón y podrido a la vez. De pronto apareció un valle y varias colinas que se perdían de vista cubiertas de plásticos azules, bajo los cuales, como una inmensa gusanera humana, fermentaban cientos de miles de refugiados. Al traspasar las alambradas el jeep de Daniel con otros cuatro médicos se dirigió hacia el campo del cólera compuesto de varios pabellones de madera donde agonizaban y al mismo tiempo parían decenas de mujeres. A veces el feto muerto caía entre las heces dentro de un cubo abierto bajo la camilla. En una ladera Daniel vio a varios equipos de negros cavando fosas. Ese era el verdadero realismo de vanguardia.
Este médico de millonarios tardó unos días en acostumbrarse a aquel infierno. Cada noche durante la cena los cooperantes alineados en una mesa compartida contaban su propia experiencia del día. Daniel percibió la entrega con que aquellos seres habían dejado todo atrás para remediar aquella miseria. Daniel había conocido a misioneros que se comportaban como héroes, pero pensaba que su sacrificio lo realizaban a cambio de la propia salvación; pero muchos de estos médicos y enfermeras ni siquiera creían en Dios. Quemaban su vida por la simple solidaridad humana, sin esperar nada, salvo la sonrisa de un niño tal vez. Con eso les bastaba.
A medida que pasó el tiempo, Daniel se fue haciendo a aquella degradación. Sabía que en la frontera de Ruanda el río Kágera bajaba cada día con cientos de cadáveres acuchillados. No le sorprendió que los cuervos estuvieran tan gordos. Una noche se produjo un espectáculo aterrador. Estaba prohibido permanecer en el campamento después de la puesta de sol por motivos de seguridad. Cuando los cooperantes internacionales habían abandonado el campamento, los cientos de miles de refugiados hutus encendieron hogueras y comenzaron a entonar una canción guerrera que resonaba por todo el valle. Eran cientos de miles de gargantas pidiendo venganza. Los refugiados parecían dispuestos a saltar el cerco, cruzar la frontera y volver a emprender una nueva matanza. Bajo el resplandor de aquel fuego, Daniel pensó que uno de los días más felices de su vida fue aquel en que decidió también saltar el cerco de aquella clínica de lujo, dejar de tomar la tensión a los multimillonarios de la Costa del Sol y seguir los designios de Ángela.
Benaco Refugee Camp, Tanzania: 1994-1996
The Benaco refugee camp was created in 1994 as a result of the ethnic conflict in Rwanda. Following the Hutus rise to power a few weeks into the conflict, a mass exodus of Tutsis began into neighboring Tanzania and Zaire. The Benaco refugee camp was located only a few miles from the Rwandan border in the Ngara district and within a month had swelled from 250,000 people to roughly 500,000 making the camp the second largest city in Tanzania
Most of the Rwandan refugees returned to their homes as part of a repatriation campaign in 1996. Shortly thereafter the Benaco refugee camp was closed.
September 1, 1994 at 12:55 am The news from the Rwanda-Zaire border which has horrified the world during recent days has taken the spotlight away from the Rwanda-Tanzania border where, according to the media, a new city has been created – Benaco – the second largest in Tanzania – a vast encampment of 350,000 Rwanda refugees in Ngara District, Kagera Region. The new arrivals exceed the existing population (170,000) of Ngara District.
If a blind and deaf person were to be driven along the road from Rusumo Bridge, on the Rwanda Tanzanian border, and asked to identify the refugee camp, he or she would have little difficulty. The revolting smell of human waste welcomes all visitors to the camp..
in this sleepy corner of Tanzania, has sprung up one of the world’s biggest refugee camps …… Amid the chaos the place is thriving. Little shops have materialised along the roads that run through the camp. There are several big markets where refugees sell part of their aid rations to buy fresh vegetables. Tanzanian shillings, Rwandan francs, American dollars are all accepted. Beneath the blue and white makeshift awnings are bars, butchers, bicycle shops, hairdressers, electrical stores, tailors and even watch menders. A ‘nightclub’ is now open for business all day; it costs 200 shillings (38 American cents) for men and 100 for women. Zairean beer flows freely …. the new city has meant new business for Tanzanians who Sell cigarettes and cloth or hire out vehicles to journalists at $200 a day. Roads have been named after well-liked aid workers and one is named ‘Julius Nyerere’.
This is no ordinary city. Some 6,000 of the citizens are children who are totally alone. In one community of 2,000 more than a quarter are orphans. I have seen refugees in many places but nothing comparable to this … a new dimension of the human experience …
Rations are centrally distributed. Cooking is individual all of it over open wood fires. At the evening meal the district for miles around is under a gigantic smog. Along every road approaching the camp is an unending stream of people carrying bundles of wood from the surrounding countryside.
domingo, agosto 19, 2012
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