El
Triángulo de la muerte. Así es como tengo que describir esta parte del mundo en
la que los equipos de Médicos sin Fronteras (MSF) están luchando día y noche
para detener la epidemia de Ébola. La historia que voy a contarles comienza y
termina en Guéckédou, un pueblo en el interior de los bosques guineanos, no
lejos de la frontera con Sierra Leona y Liberia. Allí el virus del Ébola no
parece querer detener su avance y en nuestro hospital de campaña tenemos cada
vez más dificultades para encontrar camas y espacio para todos los casos que se
nos presentan. Las muertes se producen a diario: es como una masacre que va
dejando un reguero de víctimas gota a gota. El día que menos fallecidos tuvimos
contamos cuatro víctimas, pero hemos llegado a perder hasta siete personas.
El mismo
día de mi llegada ingresamos a toda una familia: el padre, la madre y sus tres
hijas, de 7, 10 y 13 años. El padre murió a las pocas horas. Geneva estaba
aterrorizada ante la posibilidad de que ella siguiera la misma suerte de su
marido y que sus tres hermosas niñas se quedaran huérfanas. Su estado empezó a
agravarse de repente. Comenzó a sangrar por la nariz y luego la boca hasta que
no pudo aguantar más. No olvidaré nunca los gritos de horror de sus tres niñas,
traumatizadas al tener que pasar por la horrible experiencia de ver morir a su
madre de esta manera tan cruel. El padre había ido a un funeral de un hermano.
En ese momento nadie sabía que aquel hombre había fallecido por Ébola, así que
sus familiares realizaron la ceremonia de preparación de cuerpo sin protección.
Una persona infectada con Ébola tiene el virus en todas las secreciones del
cuerpo: el sudor, las lágrimas, la saliva, sangre, heces, vómito, e incluso en
la leche materna. Y ya hemos comprobado que es precisamente en los funerales
donde más fácilmente se propaga la enfermedad, ya que todas las personas que
acuden al entierro tocan el cuerpo del fallecido. Y en el caso de esta familia,
así fue como ocurrió: no todos fueron al funeral, pero una vez de vuelta a casa
el padre transmitió el virus a su mujer y a sus hijas.
Mary, la
mayor de las tres hermanas me impresionó de inmediato por su actitud madura y
por las duras miradas que me dirigía. Se había quedado sola para cuidar de sus
dos hermanas menores y pasaba horas tratando de darles algo de bebida y de
comida. Les pedía que hicieran un esfuerzo para salir adelante, pero para ellas
el abrir la boca ya era de por sí un auténtico calvario. La diarrea comenzó a
manifestarse en la hermanita menor y después de una noche de agonía al final
también se nos fue.
Mary y
Jetta, la otra hermanita que todavía resistía, se encerraron en un silencio
total. Ni siquiera me miraron cuando entré en la tienda de campaña a ver cómo
estaban. Se negaron a comer a pesar de que Mary aún tenía fuerza para hacerlo.
Mis compañeros y yo entrábamos por turnos en la unidad de aislamiento para no
dejarlas mucho tiempo solas. El traje de protección da muchísimo calor y no
podemos permanecer en el interior de la tienda durante mucho tiempo. Sin
embargo, sabíamos que había que hacer un esfuerzo para estar con ellas. Mary y
Jetta no hablaban inglés, así que cuando les preguntaba cómo se sentían o si
querían comer ni siquiera me miraban.
Al día
siguiente Jetta se durmió en un sueño profundo, del cual nunca más despertó. La
tristeza invadió a todo el equipo, nuestros corazones se rompieron en pedazos y
la rabia acumulada ante tanta frustración acumulada amenazaba con salir. La
sensación de impotencia es la que tiene la sartén por el mango en este tipo de
casos. La ira aumenta progresivamente y uno sólo quiere gritar para
desahogarse.
Mary
seguía allí, aparentemente indiferente ante la muerte de su segunda hermana,
sin mirar a su cuerpo. Ya no lloraba. Quise abrazarla y me acerqué a ella para
hacerlo, pero hizo un movimiento brusco y se volvió hacia otro lado. Mientras
que mis compañeros se disponían a llevarse el cuerpo de su hermana, Mary seguía
con su mirada fija en la pared de la tienda. No se movió de esa posición
durante horas, y así me la encontré a las siete de la tarde, cuando fui a
llevarle la cena. Le puse el plato delante y le pedí que hiciera un esfuerzo.
Trataba de explicarle que comer y beber ayuda al cuerpo a combatir el Ébola. Pero
ella no movió la cabeza ni un centímetro.
Al día
siguiente, me la encontré tumbada en el suelo. Me temí lo peor, pero sólo
estaba dormida. La llamé. Noté que reconocía mi voz y que reaccionaba como si
estuviera esperando una de mis habituales preguntas. Tomé su mano derecha y la
sostuve mientras le decía que no me iba a dar por vencido, que quedaría allí a
su lado hasta que probara un poco de la comida que le había traído. Seguía sin
mirarme. Y entonces fue cuando me dije a mi mismo: "¿por qué no hablas con
ella en italiano? En el fondo va a entender lo mismo que si le hablas en
inglés. Y al fin y al cabo nuestro idioma es un idioma hermoso, musical y
cautivador incluso para aquellos que no pueden entender sus palabras”. Me puse
a su lado y empecé a contarle cosas sin importancia: de dónde soy, a qué me
dedicaba y qué estaba haciendo en su país. Después me puse a hablarle de mi
familia, de mi sobrino Mateo, y de lo mucho que les echaba de menos. Algo
empezó a funcionar. Mary me miró por fin, mientras yo sostenía su mano en la
mía, embelesada como quien escucha por primera vez la letra de una bonita
canción que le acompañará el resto de su vida. Me armé de valor para acercarle
el plato, pero ella de inmediato se volvió hacia otro lado.
Le
expliqué con gestos y palabras que el calor me estaba torturando y que todo el
interior del traje estaba empapado de sudor, que el trocito de plástico
trasparente a través del cual la miraba estaba completamente empañado y que
apenas podía verla. Me costaba respirar, pero hice un esfuerzo por quedarme un
ratito más, pues notaba que ella de alguna manera lo estaba agradeciendo. Dejé
de intentar darle la comida y después de unos largos minutos, cuando ya me
estaba yendo, sentí cómo su mano agarraba mi brazo para pedirme que no me
fuera. Me di la vuelta y noté un movimiento en sus labios, pero no podía
entender lo que me decía. Le pedí a otro de los pacientes que por favor me lo
tradujera: Mary me estaba diciendo que por favor la bañara. Inmediatamente me sentí
lleno de energía y supe que estaba listo para hacer este último esfuerzo antes
de salir de la unidad de aislamiento.
Estaba tan
débil que apenas podía mantenerse en pie, pero aguantó el baño como una
auténtica heroína. "Yo he hecho un esfuerzo para ayudarte a que tomaras
ese baño. Ahora yo te tengo que pedir que tú también hagas un esfuerzo y comas
un poquito". Le acerqué de nuevo el plato y esperé de nuevo. Por fin abrió
la boca y se comió unas cuantas cucharadas de arroz.
No sé cómo
describir la sensación de alegría que sentí en ese momento. Siendo objetivo,
este no era ni mucho menos un signo de que fuera a curarse, pero era un enorme
paso adelante, un objetivo que nunca pensé que pudiera llegar a cumplirse. A la
salida de la zona de aislamiento comuniqué a voz en grito la gran noticia a
todo el equipo. No se lo creían. Entonces les hice acercarse a la tienda de
campaña para que lo vieran con sus propios ojos: allí estaba ella, comiéndose
poquito a poco su arroz.
El día
siguiente, parecía que una vez más Mary no querría comer, pero después del baño
se sentó en la cama y empezó a mojar el pan en su té. No estaba bien y se
encontraba muy débil, pero me daba cuenta de que lo intentaba. Estaba haciendo
todo lo que podía para seguir viviendo. Y yo por mi parte estaba seguro de que
podía mejorar.
Por la
tarde me dieron la noticia de que al día siguiente me tendría que ir a una
misión de exploratoria en Liberia, donde el Ébola continúa su avance. ¡No me lo
podía creer! Ahora que Mary empezaba a reaccionar, yo lo que quería era seguir
su progreso y estar cerca de ella. Pero no me quedaba más remedio que irme, así
que antes de salir fui a despedirme de ella. Me miró, tomó el plato y comenzó a
comer, mientras yo permanecía sentado a su lado como las veces anteriores.
Antes de salir de la tienda de campaña le hice un gesto de despedida con la
mano, quise explicarle que me tenía que ir y le prometí que cada día
preguntaría cómo estaba, que no me olvidaría nunca de ella.
Es
realmente extraño cómo puede uno llegar a sentirse unido a otra persona a la
que apenas conoce y con la que ni siquiera puede llegar a comunicarse en el
mismo idioma. Sin embargo, esa niña me cautivaba con su mirada. No me la quito
de la mi mente.
Ya han
pasado unos días desde que me despedí de ella y hoy me han dado la gran
noticia: "Mary está fuera. Lo hemos conseguido”. No tengo palabras para
expresar la alegría que siento. He llorado durante horas como un bebé. Decir
que le he salvado la vida sería mucho decir, pero estoy seguro de que el estímulo,
la cercanía y mi terquedad le han ayudado a salir adelante. Ella hizo el resto.
Y seguro que el destino del algún modo también la ayudó.
El enfermero italiano Massimo Galeotti, en un centro de MSF en Sierra Leona.
En "La fuerza de Mary", publicado en El País, el enfermero italiano de MSF Massimo Galeotti relata su encuentro más emotivo con el Ébola, el de una paciente de 13 años.
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