15,173
Gregoria Gastelú está sentada en un murito de la puerta de su casa, ubicada en una avenida algo polvorienta de Huamanga, durante un día cálido pero que, en su mirada, adquiere un destello nebuloso. Cuando pronuncia el nombre de Cesáreo, su hijo ausente, un torrente de palabras en quechua, tristemente tiernas fluyen de manera incontenible…
—En mi sueño, él aparece y me dice “ya, mamita, no llores, quédate tranquila”, relata, envuelta en llanto.
Al muchacho, un devoto del fútbol, se lo llevaron el 10 de julio de 1984, alrededor de las dos de la mañana, cuando varios individuos de aspecto militar, y cubiertos con pasamontañas negros, ingresaron a la casa trepando por una pared de la vivienda vecina. Empujaron al resto de la familia a la sala y fueron al cuarto de Cesáreo para sacarlo.
Al día siguiente lo buscaron en el cuartel Los Cabitos, en la comisaría, en la Fiscalía. Pero Cesáreo, el estudiante de la Universidad San Cristóbal, el hincha de la U, el hijo cariñoso, no apareció más. Su padre también lo buscó en el Infiernillo, un barranco cercano a Huamanga donde arrojaban cadáveres, pero igualmente naufragó en el dolor.
Gregoria fue a Lima y se embarcó a la isla El Frontón, cuando todavía albergaba inocentes y presos subversivos. Caminó llorando y preguntando por los pasillos del penal, sin resultado alguno. Volvió a Huamanga, siguió buscando, mientras su aura de tristeza crecía. Solo ha vuelto a ver a Cesáreo en sus dolientes y reiterados sueños.
Números macabros
Se estima que en Perú, durante el conflicto armado interno (1980-2000), desaparecieron entre 13.000 y 15.000 personas. Inicialmente, el Informe Final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR) sostuvo que recibió “testimonios que dan cuenta de 4.414 casos de desaparición forzada de personas atribuidas a agentes del Estado” (2003).
Al año siguiente, la Defensoría del Pueblo presentó —recogiendo cifras de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos (CNDDHH), el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) y otras organizaciones— el informe Los peruanos que faltan, que eleva el número de desapariciones a la alarmante y escandalosa cifra de 8.588 personas.
Posteriormente, la CNDDHH lanzó la campaña Construyendo una esperanza. Con ella, logró recopilar 3.301 testimonios más, que aumentaron la curva a 12.859 personas, hasta el año 2005. Según un documento del Centro Andino de Investigaciones Antropológico-Forenses (CENIA), “este número es, aparentemente, el más cercano a la realidad”.
El Equipo Peruano de Antropología Forense (EPAF), en su libro Desaparición Forzada en el Perú informa de que, entre el 2006 y el 2007, consolidó los listados de la CVR y diferentes instituciones, por lo que el número de desaparecidos aumentó a 13.721. A ello, según José Pablo Baraybar, director de la entidad, deben agregarse 1.452 casos más reportados por la Defensoría.
Toda la sumatoria da la espeluznante cantidad de 15.173 personas que desaparecieron durante el conflicto armado interno, bajo distintas modalidades. El número es, por ejemplo, muy superior al dado por la Comisión Rettig en Chile, que reportó 2.279 muertos o detenidos-desaparecidos durante la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990).
El Instituto de Medicina Legal (IML), la instancia estatal que asume el tema, se maneja con la cifra de entre 15.000 y 16.000, y trabaja bajo este parámetro. Pero la relativa nebulosidad de los números parece ser lo que impide que se ponga en marcha, y en serio, el Plan Nacional de Investigaciones Antropológico-Forenses (PNIAF) propuesto por la CVR. O una Oficina para Personas Desaparecidas (OPD), como plantea el EPAF. A noviembre del 2011, se habrían exhumado solo 1.921 cuerpos, 881 habrían sido identificados y 761 entregados a sus familias. En los 4.644 sitios de entierro existentes en Perú yacen todavía miles de peruanas y peruanos. Desaparecidos como si fueran un irrelevante número.
De cómo morir no oficialmente
“Yo nunca me he separado de mi padre”, afirma, con un gesto de calidez andina, Mardonio Nalvarte(34 años), un agricultor de la comunidad de Canayre, centro poblado del distrito de Llochegua, en la provincia de Huanta, parado junto al ataúd blanco donde yacen los restos de su padre, Modesto, asesinado el 27 de febrero de 1989.
En el recinto del local huamanguino de la Comisión de Derechos Humanos (COMISEDH) hay siete ataúdes más, con flores encima, con velas, con niños que revolotean entre ellos. Mardonio lleva su memoria 23 años atrás, cuando alrededor de la una de la tarde escuchó el motor de unos botes que llegaban, surcando el río Mantaro, a su localidad.
Se trataba de senderistas disfrazados de policías que, primero, procedieron a victimar a las autoridades a pedradas. Luego, tras preguntar a los jóvenes “si estaban dispuestos a formar una patrulla para ir en busca de subversivos”, degollaron a los que respondieron que sí ante el engaño. Modesto, el padre de Mardonio, estaba entre ellos.
Él, desde su desprotegida pequeñez, alcanzó a ver la escena al auparse en una ventana. Cuando la tarde ya entraba, la matanza había concluido. Los sobrevivientes, aterrorizados, huyeron al campo, pero volvieron al día siguiente y encontraron 40 muertos, regados por el pueblo, a los que enterraron en una fosa común.
Cada cuerpo fue puesto con una separación de tres metros. En 1991, la base militar de Canayre fue reactivada y la fosa quedó dentro. Tuvieron entonces que sacar algunos de los cadáveres y trasladarlos a un cementerio formado en el pueblo. Unos 15 cuerpos fueron llevados allí, entre ellos el de Modesto, aunque, como antes, informalmente.
No tenía aún certificado de defunción, algo que afectó la vida de Mardonio. Durante años, tuvo que dedicarse a exhumarlo, a trasladarlo y a velarlo, por fin, en esta fría noche del 2012, su padre descansa en paz. “Acá estoy, a su lado”, sentencia, ahora con cierto viento de tristeza, junto al cajón blanco, y seguro de que su padre ya no es, finalmente, un desaparecido.
Entresijos del alma
¿Qué se anuda en los surcos interiores del familiar de un desaparecido? Como ha escrito Federico Andreu, jurista que participó en la redacción de la Convención Internacional para la Protección de Todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas, promovida por la ONU, se trata de un crimen que “transforma al ser en un no-ser”.
Según Rosalía Chauca, de la Red por la Infancia y la Familia (Red INFA), algo que se suele perder de vista es que, con frecuencia, el familiar de un desaparecido es una víctima múltiple. “Además de perder a alguien, sin que le den una explicación —precisa—, puede haber sido torturado o incluso haber sufrido violencia sexual”. Una ruma de desgracias.
Raúl Calderón, quien trabaja con ella, y que ha visto de cerca varios casos en Ayacucho, describe una suerte de itinerario tenebroso de la víctima. “Primero —explica— viene un período de no aceptación, de creer que, en realidad, no ha pasado nada grave y que el ser querido está en un cuartel o en una comisaría. Y que un abogado será la solución”.
Pero la ausencia que aparece después apaga esa ilusión. Viene entonces la etapa de búsqueda desesperada, agotadora, que puede dejar exhausta el alma y hasta el cuerpo de la persona. “La persona —explica Rosalía— repara en detalles, en pequeños datos de alguien que pudo haber dicho o visto algo”. No hay un familiar que no sea minucioso.
Si la búsqueda se torna inútil, es posible que baje el esfuerzo pero nunca, nunca, decae. El familiar siempre está atento a una pista, un rumor, alguna leve noticia. La angustia se instala entonces en la vida y, a veces, sobreviene la soledad porque, en su entorno, no entienden esa persistencia o le recomiendan el olvido.
Eso no parece posible, al menos para la mayoría de familiares, porque el hueco en el alma permanece. Y solo se alivia parcialmente cuando el cuerpo aparece. En el mundo andino, como apunta Rosalía, “el ritual de despedida” es paradójicamente vital. Eso se sentía, como un vaho espiritual colectivo, en el velorio de las víctimas de Canayre.
Hay, sin embargo, un trance que es particularmente desolador. Se da cuando, como le ocurre ahora a Gregoria, la víctima ha reconocido, tras una exhumación, una prenda o algo que la convence de que ese es su hijo, su esposo, su hermano. Pero la ciencia forense no lo confirma todavía. “Ese es uno de los peores momentos”, observa Rosalía.
Es un tiempo de angustia mayor, de llanto, de estallidos desgarradores. Y es que el hallazgo de un cuerpo suele ser más importante que la búsqueda de justicia penal. Maritza Guzmán del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) de Ayacucho, comenta que esa es la mayor reparación que buscan los deudos. Les interesa más cerrar el círculo del dolor que ir a un tribunal.
Selva de espanto
“Acá hay cerca de 650 desaparecidos”, afirma Luzmila Chiricente, dirigente asháninka de 58 años, en el local del Centro Amazónico de Antropología y Aplicación Práctica (Caaap) de Satipo. Afuera, un calor tórrido parece traer una brisa terrible del pasado, cuando por estas selvas Sendero Luminoso se ensañó, de manera mortal y despiadada, con su pueblo.
De acuerdo a la CVR, unos 10.000 asháninkas fueron desplazados en los valles de los ríos Ene, Tambo y Perené. Más de 5.000 habrían permanecido cautivos del movimiento maoísta, que andaba por este monte en busca de huestes forzadas. En ese curso de espanto, al menos 6.000 asháninkas sucumbieron a las balas, el hambre, los maltratos.
Decenas de ellos se perdieron, no se sabe bien cómo, tal como aconteció con Beto Juan, el hijo de 15 años de Luzmila, en 1988. Desde Cushiviani, su comunidad de origen, había sido enviado a estudiar al colegio Atahualpa de Satipo, para lo cual le alquilaron un pequeño cuarto. Normalmente, iba y venía de la casa familiar, pero un día desapareció.
Fue en septiembre de ese año. Luzmila se dio cuenta cuando fue a visitarlo y encontró su espacio vacío, sin que el dueño del predio le diera razón. Lo más probable era que Sendero Luminoso, que merodeaba por la zona, se lo había llevado. Sumida en una honda tristeza, lo buscó por todo el pueblo, puso avisos en las radios, preguntó a vecinos y autoridades.
Pagó para que le dieran datos, se endeudó. Pero nada. Nunca más volvió a saber de Beto Juan, hasta que 24 años después, cuando rememoraba con dolor paciente lo ocurrido. “Él era un chico cariñoso”, contaba, mientras rebuscaba en otros recuerdos de espanto, como la vez en que una columna senderista entró a su aldea y casi la mata.
La crueldad se desató en el monte e incluyó, según testimonios recogidos por el Instituto de Defensa Legal (IDL) entre las mujeres asháninkas, masacres, asesinatos de niños y hasta crucifixiones. Luzmila, sin embargo, no retrocedió en su lucha, llevando encima, además, el recuerdo de Beto Juan, en su corazón selvático.
La Ley y la ausencia
De acuerdo a Dafne Martos del CICR, lo que define la condición de “desaparecido” es “la ausencia”. Rafael Barrantes, de la misma organización, explica más el concepto y afirma que “una persona puede desaparecer debido a que fue víctima de desaparición forzada, pero también por haber caído en acción, o como producto de una masacre”.
Asimismo, por un asesinato extrajudicial. Cualquiera de esas situaciones puede causar la desaparición de una persona, de modo que un asunto a precisar es que, en el arco de los 16.000 presuntamente desaparecidos que hay en el Perú, no todos se han debido a secuestros como el que sufrió Cesáreo Cueto Gastelú, el hijo de Gregoria.
Es difícil, incluso, saber cuántos casos corresponden a esta práctica infame, perpetrada por agentes del Estado y muy generalizada en la América Latina de las últimas décadas. Además de Chile, se ha presentado en Argentina, Brasil, Uruguay y Guatemala, país que tiene el mayor número de desaparecidos en la Región (serían unos 45.000).
Desde el punto de vista legal, existe la Convención Internacional de las Naciones Unidas para la Protección de Todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas, aprobada recientemente por el Congreso de la República, falta que el Ejecutivo emita el Decreto Supremo respectivo para que sea ratificada por el Perú.
Según el jurista Miguel Huerta, de COMISEDH, ello ayudaría a enfrentar este gravísimo problema, a poner en marcha un Plan de Búsqueda y a incentivar la actuación de la Fiscalía de la Nación. Se trata de un crimen de lesa humanidad que ha sido masivo en el Perú, que no prescribe y que debe implicar medidas legislativas de parte del Estado inmediatamente.
Un llanto interminable
Gregoria saca las fotos de Cesáreo en ropa deportiva. Lo mira, lo acaricia, le toca el rostro, como si fuera real. Saca luego un pantalón de color beige que le pertenecía y enseña la basta, dice que siempre la hacía así. Suelta por tercera vez sus lágrimas, mientras se vuelve a acordar de cada detalle, de cada fecha, de cada episodio.
Dice que ya tiene 80 años y que lo único que le interesa, antes de morir, es “encontrar a su hijo”. Vuelve a relatar un sueño en el cual él le dice que ya no llore y que tranquilice a su papito. Insiste en que las prendas que le mostraron, hace poco, tras la exhumación de unos cuerpos en una zona vecina al cuartel Los Cabitos, eran de él. Y llora otra vez.
Cuenta que solo le tocaron 1.000 soles (unos 270 euros a cambio de hoy) de reparación. Pero eso no importa. Le importa encontrar el cuerpo de su hijo, ya no en sueños, sino en la realidad. Porque ella lo quería mucho, porque era bueno, porque, en sus palabras tan tristes, se empoza todo el dolor de un tiempo de espanto, que no debería desaparecer jamás de nuestra memoria.
Este reportaje se ha publicado previamente en Revista MEMORIA (IDEHPUCP) y diario La República.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario