Efraín Ríos Montt, de 86 años, se ha convertido en el primer exjefe de Estado centroamericano juzgado por genocidio.
Para llevarle ante la justicia hizo falta esperar hasta el año pasado, cuando Ríos Montt dejó de ser parlamentario: la inmunidad le protegió durante años de responder por las atrocidades cometidas durante su mandato, entre 1982 y 1983.
Militar de carrera, Ríos Montt renunció al Ejército para presentarse a las presidenciales de 1974, en las que quedó segundo. Imbuido de un mesianismo de tintes milenaristas —marca de la iglesia evangélico-pentecostal que abrazó en 1978—, ejercía labores de evangelización cuando el golpe militar de marzo de 1982 le ofreció una oportunidad para llegar al poder.
En los escasos 17 meses que presidió el país, la violencia ensangrentó las zonas rurales. El Ejército y los paramilitares ejecutaron una política de tierra quemada con matanzas generalizadas de campesinos e indígenas considerados próximos a la guerrilla de la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), sobre todo en los departamentos de Quiché y Huehuetenango.
Ríos Montt, que ilustraba sus discursos con citas bíblicas, se jactó de la represión armada como el método expeditivo más eficaz para privar a los insurgentes de su base popular. “El buen cristiano”, dijo una vez, es aquel que blande “la Biblia y la metralleta”.
El expresidente está acusado del asesinato de al menos 1.771 indígenas de la etnia maya ixil. La fiscalía le acusa también de tolerar la práctica generalizada de violaciones, torturas e incendios provocados contra propiedades de insurgentes.
Alrededor de 200.000 civiles, la mayoría indígenas de ascendencia maya, fueron asesinados entre 1960 y 1996 en la guerra civil que enfrentó a una sucesión de Gobiernos derechistas con guerrillas de inspiración comunista. Unas 45.000 personas desaparecieron en ese periodo.
Juan López Mateo, sobreviviente de una matanza en una aldea de Nebaj (departamento de Quiché, al norte del país), perdió a su familia el 2 de septiembre de 1982. Salvó la vida porque había salido muy temprano a trabajar la milpa (sembradío de maíz). “Cuando volvía a la aldea escuché el llanto de un niño pequeño, lo que me alertó de que algo malo estaba ocurriendo”, narró. Conforme se acercaba al poblado, “escuché disparos. Eran como las diez de la mañana”, dijo. Logró llegar a su vivienda a eso de las tres de la tarde, cuando los soldados ya se habían marchado. “En mi casa encontré los cadáveres de mi mujer y de mis hijos, de cinco y dos años”, contó con la voz entrecortada. Preguntado por si había visto a más personas asesinadas, se limitó a responder que “eran muchas” , pero que después de 31 años no podía arriesgar una cifra. Sí recordó que uno de sus niños había sido asfixiado con un lazo y el otro tenía la cabeza destrozada a golpes. Los soldados también quemaron la casa y destruyeron todos sus bienes. “Fue el Ejército”, expresó sin sombra de duda.
Pedro Meléndez tenía diez años en 1982, cuando presenció el asesinato de su padre y tío. “Mi papá —dijo en el tribunal— murió baleado. A mi tío le cortaron el cuello con un machete”. El drama no terminó entonces. Los sobrevivientes buscaron refugio en las montañas, donde vio morir de hambre a sus hermanos, de cinco, tres y un año de edad.
En Villa Hortensia de San Juan Cotzal (Quiché), “el 10 de septiembre de 1982 ingresaron los militares. Se llevaron a todos los pobladores y quemaron las casas. Mi padre, Nicolás Gómez, fue de los que murieron ese día”, relató Inés Gómez. En la misma incursión, el Ejército mató a toda la familia de otro de los supervivientes: “Cuando llegué a mi casa, encontré a mis suegros y a mis tres hijos muertos. También mataron las cuatro vacas que tenía”.
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