sábado, abril 30, 2011

NUNCA MAS

NUNCA MAS



PRÓLOGO


Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda, fenómeno que ha ocurrido en muchos otros países. Así aconteció en Italia, que durante largos años debió sufrir la despiadada acción de las formaciones fascistas, de las Brigadas Rojas y de grupos similares. Pero esa nación no abandonó en ningún momento los principios del derecho para combatirlo, y lo hizo con absoluta eficacia, mediante los tribunales ordinarios, ofreciendo a los acusados todas las garantías de la defensa en juicio; y en ocasión del secuestro de Aldo Moro, cuando un miembro de los servicios de seguridad le propuso al General Della Chiesa torturar a un detenido que parecía saber mucho, le respondió con palabras memorables: «Italia puede permitirse perder a Aldo Moro. No, en cambio, implantar la tortura » .
No fue de esta manera en nuestro país: a los delitos de los terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido, porque desde el 24 de marzo de 1976 contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos.

Nuestra Comisión no fue instituída para juzgar, pues para eso estan los jueces constitucionales, sino para indagar la suerte de los desaparecidos en el curso de estos años aciagos de la vida nacional. Pero, después de haber recibido varios miles de declaraciones y testimonios, de haber verificado o determinado la existencia de cientos de lugares clandestinos de detención y de acumular más de cincuenta mil páginas documentales, tenemos la certidumbre de que la dictadura militar produjo la más grande tragedia de nuestra historia, y la más salvaje. Y, si bien debemos esperar de la justicia la palabra definitiva, no podemos callar ante lo que hemos oído, leído y registrado; todo lo cual va mucho más allá de lo que pueda considerarse como delictivo para alcanzar la tenebrosa categoría de los crímenes de lesa humanidad. Con la técnica de la desaparición y sus consecuencias, todos los principios éticos que las grandes religiones y las más elevadas filosofías erigieron a lo largo de milenios de sufrimientos y calamidades fueron pisoteados y bárbaramente desconocidos.
Son muchísimos los pronunciamientos sobre los sagrados derechos de la persona a través de la historia y, en nuestro tiempo, desde los que consagró la Revolución Francesa hasta los estipulados en las Cartas Universales de Derechos Humanos y en las grandes encíclicas de este siglo. Todas las naciones civilizadas, incluyendo la nuestra propia, estatuyeron en sus constituciones garantías que jamás pueden suspenderse, ni aun en los más catastróficos estados de emergencia: el derecho a la vida, el derecho a la integridad personal, el derecho a proceso; el derecho a no sufrir condiciones inhumanas de detención, negación de la justicia o ejecución sumaria.

De la enorme documentación recogida por nosotros se infiere que los derechos humanos fueron violados en forma orgánica y estatal por la represión de las Fuerzas Armadas. Y no violados de manera esporádica sino sistemática, de manera siempre la misma, con similares secuestros e idénticos tormentos en toda la extensión del territorio. ¿Cómo no atribuirlo a una metodología del terror planificada por los altos mandos? ¿Cómo podrían haber sido cometidos por perversos que actuaban por su sola cuenta bajo un régimen rigurosamente militar, con todos los poderes y medios de información que esto supone? ¿Cómo puede hablarse de «excesos individuales» ? De nuestra información surge que esta tecnología del infierno fue llevada a cabo por sádicos pero regimentados ejecutores. Si nuestras inferencias no bastaran, ahí están las palabras de despedida pronunciadas en la Junta Interamericana de Defensa por el jefe de la delegación argentina, General Santiago Omar Riveros, el 24 de enero de 1980: «Hicimos la guerra con la doctrina en la mano, con las órdenes escritas de los Comandos Superiores» . Así, cuando ante el clamor universal por los horrores perpetrados, miembros de la Junta Militar deploraban los «excesos de la represión, inevitables en una guerra sucia» , revelaban una hipócrita tentativa de descargar sobre subalternos independientes los espantos planificados.

Los operativos de secuestro manifestaban la precisa organización, a veces en los lugares de trabajo de los señalados, otras en plena calle y a la luz del día, mediante procedimientos ostensibles de las fuerzas de seguridad que ordenaban «zona libre» a las comisarías correspondientes. Cuando la víctima era buscada de noche en su propia casa, comandos armados rodeaban la manzanas y entraban por la fuerza, aterrorizaban a padres y niños, a menudo amordazándolos y obligándolos a presenciar los hechos, se apoderaban de la persona buscada, la golpeaban brutalmente, la encapuchaban y finalmente la arrastraban a los autos o camiones, mientras el resto de comando casi siempre destruía o robaba lo que era transportable. De ahí se partía hacia el antro en cuya puerta podía haber inscriptas las mismas palabras que Dante leyó en los portales del infierno: «Abandonad toda esperanza, los que entrais» .

De este modo, en nombre de la seguridad nacional, miles y miles de seres humanos, generalmente jóvenes y hasta adolescentes, pasaron a integrar una categoría tétrica y fantasmal: la de los Desaparecidos. Palabra - ¡triste privilegio argentino! - que hoy se escribe en castellano en toda la prensa del mundo.

Arrebatados por la fuerza, dejaron de tener presencia civil. ¿Quiénes exactamente los habían secuestrado? ¿Por qué? ¿Dónde estaban? No se tenía respuesta precisa a estos interrogantes: las autoridades no habían oído hablar de ellos, las cárceles no los tenían en sus ¦ldas, la justicia los desconocía y los habeas corpus sólo tenían por contestación el silencio. En torno de ellos crecía un ominoso silencio. Nunca un secuestrador arrestado, jamás un lugar de detención clandestino individualizado, nunca la noticia de una sanción a los culpables de los delitos. Así transcurrían días, semanas, meses, años de incertidumbres y dolor de padres, madres e hijos, todos pendientes de rumores, debatiéndose entre desesperadas expectativas, de gestiones innumerables e inutiles, de ruegos a influyentes, a oficiales de alguna fuerza armada que alguien les recomendaba, a obispos y capellanes, a comisarios. La respuesta era siempre negativa.

En cuanto a la sociedad, iba arraigándose la idea de la desprotección, el oscuro temor de que cualquiera, por inocente que fuese, pudiese caer en aquella infinita caza de brujas, apoderándose de unos el miedo sobrecogedor y de otros una tendencia consciente o inconsciente a justificar el horror: «Por algo será» , se murmuraba en voz baja, como queriendo así propiciar a los terribles e inescrutables dioses, mirando como apestados a los hijos o padres del desaparecido. Sentimientos sin embargo vacilantes, porque se sabía de tantos que habían sido tragados por aquel abismo sin fondo sin ser culpable de nada; porque la lucha contra los «subversivos» , con la tendencia que tiene toda caza de brujas o de endemoniados, se había convertido en una represión demencialmente generalizada, porque el epiteto de subversivo tenía un alcance tan vasto como imprevisible. En el delirio semántico, encabezado por calificaciones como «marxismo-leninismo» , «apátridas» , «materialistas y ateos» , «enemigos de los valores occidentales y cristianos» , todo era posible: desde gente que propiciaba una revolución social hasta adolescentes sensibles que iban a villas-miseria para ayudar a sus moradores. Todos caían en la redada: dirigentes sindicales que luchaban por una simple mejora de salarios, muchachos que habían sido miembros de un centro estudiantil, periodistas que no eran adictos a la dictadura, psicólogos y sociólogos por pertenecer a profesiones sospechosas, jóvenes pacifistas, monjas y sacerdotes que habían llevado las enseñanzas de Cristo a barriadas miserables. Y amigos de cualquiera de ellos, y amigos de esos amigos, gente que había sido denunciada por venganza personal y por secuestrados bajo tortura. Todos, en su mayoría inocentes de terrorismo o siquiera de pertenecer a los cuadros combatientes de la guerrilla, porque éstos presentaban batalla y morían en el enfrentamiento o se suicidaban antes de entregarse, y pocos llegaban vivos a manos de los represores.

Desde el momento del secuestro, la víctima perdía todos los derechos; privada de toda comunicación con el mundo exterior, confinada en lugares desconocidos, sometida a suplicios infernales, ignorante de su destino mediato o inmediato, susceptible de ser arrojada al río o al mar, con bloques de cemento en sus pies, o reducida a cenizas; seres que sin embargo no eran cosas, sino que conservaban atributos de la criatura humana: la sensibilidad para el tormento, la memoria de su madre o de su hijo o de su mujer, la infinita verguenza por la violación en público; seres no sólo poseídos por esa infinita angustia y ese supremo pavor, sino, y quizás por eso mismo, guardando en algún rincón de su alma alguna descabellada esperanza.
De estos desamparados, muchos de ellos apenas adolescentes, de estos abandonados por el mundo hemos podido constatar cerca de nueve mil. Pero tenemos todas las razones para suponer una cifra más alta, porque muchas familias vacilaron en denunciar los secuestros por temor a represalias. Y aun vacilan, por temor a un resurgimiento de estas fuerzas del mal.

Con tristeza, con dolor hemos cumplido la misión que nos encomendó en su momento el Presidente Constitucional de la República. Esa labor fue muy ardua, porque debimos recomponer un tenebrosos rompecabezas, después de muchos años de producidos los hechos, cuando se han borrado liberadamente todos los rastros, se ha quemado toda documentación y hasta se han demolido edificios. Hemos tenido que basarnos, pues, en las denuncias de los familiares, en las declaraciones de aquellos que pudieron salir del infierno y aun en los testimonios de represores que por oscuras motivaciones se acercaron a nosotros para decir lo que sabían.
En el curso de nuestras indagaciones fuimos insultados y amenazados por los que cometieron los crímenes, quienes lejos de arrepentirse, vuelven a repetir las consabidas razones de «la guerra sucia» , de la salvación de la patria y de sus valores occidentales y cristianos, valores que precisamente fueron arrastrados por ellos entre los muros sangrientos de los antros de represión. Y nos acusan de no propiciar la reconciliación nacional, de activar los odios y resentimientos, de impedir el olvido. Pero no es así: no estamos movidos por el resentimiento ni por el espíritu de venganza; sólo pedimos la verdad y la justicia, tal como por otra parte las han pedido las iglesias de distintas confesiones, entendiendo que no podrá haber reconciliación sino después del arrepentimiento de los culpables y de una justicia que se fundamente en la verdad. Porque, si no, debería echarse por tierra la trascendente misión que el poder judicial tiene en toda comunidad civilizada. Verdad y justicia, por otra parte, que permitirán vivir con honor a los hombres de las fuerzas armadas que son inocentes y que, de no procederse así, correrían el riesgo de ser ensuciados por una incriminación global e injusta. Verdad y justicia que permitirán a esas fuerzas considerarse como auténticas herederas de aquellos ejércitos que, con tanta heroicidad como pobreza, llevaron la libertad a medio continente.

Se nos ha acusado, en fin, de denunciar sólo una parte de los hechos sangrientos que sufrió nuestra nación en los últimos tiempos, silenciando los que cometió el terrorismo que precedió a marzo de 1976, y hasta, de alguna manera, hacer de ellos una tortuosa exaltación. Por el contrario, nuestra Comisión ha repudiado siempre aquel terror, y lo repetimos una vez más en estas mismas páginas. Nuestra misión no era la de investigar sus crimenes sino estrictamente la suerte corrida por los desaparecidos, cualesquiera que fueran, proviniesen de uno o de otro lado de la violencia. Los familiares de las víctimas del terrorismo anterior no lo hicieron, seguramente, porque ese terror produjo muertes, no desaparecidos. Por lo demás el pueblo argentino ha podido escuchar y ver cantidad de programas televisivos, y leer infinidad de artículos en diarios y revistas, además de un libro entero publicado por el gobierno militar, que enumeraron, describieron y condenaron minuciosamente los hechos de aquel terrorismo.

Las grandes calamidades son siempre aleccionadoras, y sin duda el más terrible drama que en toda su historia sufrió la Nación durante el periodo que duró la dictadura militar iniciada en marzo de 1976 servirá para hacernos comprender que únicamente la democracia es capaz de preservar a un pueblo de semejante horror, que sólo ella puede mantener y salvar los sagrados y esenciales derechos de la criatura humana. Unicamente así podremos estar seguros de que NUNCA MÁS en nuestra patria se repetirán hechos que nos han hecho trágicamente famosos en el mundo civilizado.





Ernesto Sábato (1911-2011)


Ernesto Sábato (1911-2011)

El escritor argentino Ernesto Sábato ha fallecido esta madrugada en su casa de la ciudad de Santos Lugares (Argentina), ha confirmado a la radio argentina Mitre su compañera Elvira González Fraga. "Hace como quince días tuvo una bronquitis y a la edad de él esto es terrible", ha explicado. El considerado exponente de las letras argentinas con mayor proyección internacional tenía 99 años y el próximo 24 de junio iba a festejar su centenario. De hecho, iba a ser homenajeado mañana en la Feria del Libro por el Instituto Cultural de la provincia de Buenos Aires.

Sábato nació en Rojas, provincia de Buenos Aires, en 1911. Además de novelista y ensayista, era doctor en Física. Trabajó en el Laboratorio Curie, en París, y abandonó definitivamente la ciencia en 1945 para dedicarse exclusivamente a la literatura. En 1984 había recibido el Premio Cervantes, el más importante de la literatura en español, y llegó a ser propuesto por la Sociedad General de Autores y Editores de España como candidato al Premio Nobel de Literatura de 2007.
Sus tópicos más recurrentes se encargaban de la crisis del hombre en nuestro tiempo y de la reflexión sobre la propia literatura. Sus obras más destacadas son El escritor y sus fantasmas (1963), Apologías y rechazos (1979), El túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961), y Abbadón el exterminador (1974). Su última obra publicada fue España en los diarios de mi vejez, fruto de los viajes en 2002 a tierras españolas mientras Argentina se sumergía en la más feroz crisis económica de su historia.

Es destacable su firme compromiso político y ético que confluye en su obra. En 1984 presidió la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas que redactó el Informe Sábato o Nunca más sobre los horrores de la última dictadura militar (1976-1983), que abrió las puertas para el juicio a las juntas militares de la dictadura militar en 1985. El prólogo del informe le valió fuertes críticas de organismos humanitarios que cuestionan la llamada "teoría de los dos demonios" sobre la violencia política que sacudió a Argentina en la década de 1970. En el texto, el escritor sostuvo que en los años 70 Argentina "fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda".

Sábato también llenó su tiempo con la pintura, aunque confesó que su "espíritu autodestructivo" lo llevó a destruir buena parte de sus obras. "Arrastrado por amigos", según declaró, presentó una decena de sus obras en 1989 en el Centro Pompidou de París y del mismo modo lo hizo después en Madrid.
El escritor argentino atravesó momentos difíciles en su vida con la muerte en 1995 del mayor de sus dos hijos, Jorge, en un accidente de tráfico, y con el fallecimiento en 1998 de su primera esposa, Matilde.
Entre los numerosos premios recibidos por Sábato también figuran el Menéndez Pelayo (1997) y el Gabriela Mistral (1983), otorgado por la Organización de Estados Americanos (OEA).

En su juventud, Sabato fue un activista del Partido Comunista, en dónde llegó a Secretario General de la Federación Juvenil Comunista. Posteriormente se alejaría del comunismo marxista, desilusionado por el rumbo que había tomado el gobierno de Stalin en la Unión Soviética.

Detractor del peronismo, Sabato fue uno de los primeros en aportar una interpretación al gobierno del General Juan Domingo Perón tras el derrocamiento de su segundo gobierno, el cual apareció publicado bajo el título de El otro rostro del peronismo en 1956. En este ensayo, Sabato criticó duramente al peronismo sosteniendo que
"el motor de la historia es el resentimiento que, en el caso argentino, se acumula desde el indio, el gaucho, el gringo, el inmigrante y el trabajador moderno, hasta conformar el germen del peronista, el principal resentido y olvidado".

"El desconocido coronel Perón, cuya estrella empezaba a levantarse sobre el horizonte vio claro que había llegado para el país la era de las masas. Y tanto su aprendizaje en Italia, su natural tendencia al fascismo, su infalible olfato para la demagogia, su idoneidad para intuir y despertar las peores pasiones de la multitud, su propia experiencia de resentido social -hijo natural como era- y por lo tanto su comprensión y valoración del resentimiento como resorte primordial de un gran movimiento de masas, y finalmente su absoluta falta de escrúpulos; todo lo capacitaba para convertirse no solamente en el jefe de las multitudes argentinas sino también en su explotador."

A pesar de sus críticas al movimiento peronista y a Juan Domingo Perón, Sabato alabaría y encontraría un sentido muy justo a la imagen de Eva Duarte, declarando que ella fue "la auténtica revolucionaria"


 '"Antes del fin" (1999)
Extracto del libro de memorias 'Antes del fin' (1999). El texto hace referencia a su infancia, juventud y actitud ética y política

"Me llamo Ernesto...porque cuando nací, el 24 de junio de 1911, día del nacimiento de San Juan Bautista, acababa de morir el otro Ernesto, al que, aun en su vejez, mi madre siguió llamando Ernestito, porque murió siendo una criatura. "Aquel niño no era para este mundo", decía. Creo que nunca la vi llorar -tan estoica y valiente fue a lo largo de su vida-, pero, seguramente, lo haya hecho a solas. Y tenía noventa años cuando mencionó, por última vez, con sus ojos humedecidos, al remoto Ernestito. Lo que prueba que los años, las desdichas, las desilusiones, lejos de facilitar el olvido, como se suele creer, tristemente lo refuerzan.
Aquel nombre, aquella tumba, siempre tuvieron para mí algo de nocturno, y tal vez haya sido la causa de mi existencia tan dificultosa, al haber sido marcado por esa tragedia, ya que entonces estaba en el vientre de mi madre; y motivó, quizá, los misteriosísimos pavores que sufrí de chico, las alucinaciones en las que de pronto alguien se me aproximaba con una linterna, un hombre a quien me era imposible evitar, aunque me escondiera temblando debajo de las cobijas. O aquella otra pesadilla en la que me sentía solo en una cósmica bóveda, tiritando ante algo o alguien -no lo puedo precisar- que vagamente me recordaba a mi padre. Durante mucho tiempo padecí sonambulismo. Yo me levantaba desde el último cuarto donde dormíamos con Arturo, mi hermano menor, y, sin tropezar jamás ni despertarme, iba hasta el dormitorio de mis padres, hablaba con mamá y luego volvía a mi cuarto. Me acostaba sin saber nada de lo que había pasado, sin la menor conciencia. De modo que cuando a la mañana ella me decía, con tristeza -¡tanto sufrió por mí!-, con voz apenas audible: "Anoche te levantaste y me pediste agua", yo sentía un extraño temblor. Ella temía ese sonambulismo, me lo dijo muchos años más tarde, cuando me enviaron a La Plata para hacer los estudios secundarios, y ya ella no estuvo para protegerme. Pobre mamá, no comprendía, ni yo tampoco en aquel entonces, que ese tormento en gran parte era el resultado de la convivencia espartana, regida por mi padre.

La tierra de mi infancia, como un pueblo estremecido por fuerzas extrañas, se hallaba invadida por el terror que sentía hacia él. Lloraba a escondidas, ya que nos estaba prohibido hacerlo, y, para evitar sus ataques de violencia, mamá corría a ocultarme. Con tal desesperación mi madre se había aferrado a mí para protegerme, sin desearlo, ya que su amor y su bondad eran infinitos, que acabó aislándome del mundo. Convertido en un niño solo y asustado, desde la ventana contemplaba el mundo de trompos y escondidas que me había sido vedado.
De alguna manera, nunca dejé de ser el niño solitario que se sintió abandonado, por lo que he vivido bajo una angustia semejante a la de Pessoa: "Seré siempre el que esperó a que le abrieran la puerta, junto a un muro sin puerta".
Y así, de una u otra forma, necesité compasión y cariño.

Cuando me enviaron desde mi pueblo al colegio nacional de La Plata para hacer el secundario, en el instante en que me pusieron en el ferrocarril sentí resquebrajarse el suelo incierto sobre el cual me movía, pero al que aún le aguardaban peores hundimientos. Durante un tiempo seguí soñando con aquella madre que veía entre lágrimas, mientras me alejaba hacia qué infinita soledad. Y cuando la vida había marcado ya en mi rostro las desdichas, cuántas veces, en un banco de plaza, apesadumbrado y abatido, he esperado nuevamente un tren de regreso.

Entre esa multitud de colonizadores, mis padres llegaron a estas playas con la esperanza de fecundar esta "tierra de promisión", que se extendía más allá de sus lágrimas.
Mi padre descendía de montañeses italianos, acostumbrados a las asperezas de la vida; en cambio, mi madre, que pertenecía a una antigua familia albanesa, debió soportar las carencias con dignidad.
Juntos se instalaron en Rojas, que, como gran parte de los viejos pueblos de la pampa, fue uno de los tantos fortines que levantaron los españoles y que marcaban la frontera de la civilización cristiana.

Recuerdo a un viejo indio que me contaba anécdotas de sangrientas luchas y de malones, que trenzaba sus tientos con paciencia y que, cuando le dijeron que transmitirían por una radio de galena la pelea de Firpo con Dempsey, contestó: "Cuando más cencia, más mandinga".

En este pueblo pampeano, mi padre llegó a tener un pequeño molino harinero. Centro de candorosas fantasías para el niño que entonces yo era, cuando los domingos permanecía en el taller haciendo cositas en la carpintería, o subíamos con Arturo a las bolsas de trigo, y a escondidas, como si fuera un misterioso secreto, pasábamos la tarde comiendo galletitas.

Mi padre era la autoridad suprema de esa familia en la que el poder descendía jerárquicamente hacia los hermanos mayores. Aún me recuerdo mirando con miedo su rostro surcado a la vez de candor y dureza. Sus decisiones inapelables eran la base de un férreo sistema de ordenanzas y castigos, también para mamá. Ella, que siempre fue muy reservada y estoica, es probable que a solas haya sufrido ese carácter tan enérgico y severo. Nunca la oí quejarse y, en medio de esas dificultades, debió asumir la ardua tarea de criar once hijos varones.

La educación que recibimos dejó huellas tristes y perdurables en mi espíritu. Pero esa educación, a menudo durísima, nos enseñó a cumplir con el deber, a ser consecuentes, rigurosos con nosotros mismos, a trabajar hasta terminar cualquier tarea empezada. Y si hemos logrado algo, ha sido por esos atributos que ásperamente debimos asimilar.

La severidad de mi padre, en ocasiones terrible, motivó, en buena medida, esa nota de fondo de mi espíritu, tan propenso a la tristeza y a la melancolía. Pero también fue el origen de la rebeldía en dos de mis hermanos que huyeron de casa: Humberto, de quien luego hablaré, y Pepe, llamado en nuestro pueblo "el loco Sabato", que acabó yéndose con un circo, para deshonra de mi familia burguesa. Decisión que entristeció a mi madre, pero que ella sobrellevó con el estoicismo que mantuvo hasta su vejez, cuando a los noventa años, luego de largos padecimientos, murió serenamente en su cama en brazos de Matilde.

Mi hermano Pepe tuvo pasión por el teatro y actuaba en los conjuntos pueblerinos que se llamaban "Los treinta amigos unidos" y, cuando en el cine-teatro La Perla, se ponían en escena sainetes criollos, él siempre conseguía algún papel, por pequeño que fuese. En su cuarto tenía toda la colección de Bambalinas que se editaba en Buenos Aires con tapas de colores, donde, además de esos sainetes, se publicaban obras de Ibsen y una, que aún recuerdo, de Tolstoi. Toda esa colección fue devorada por mí antes de los doce años, marcando fuertemente mi vida, ya que siempre me apasionó el teatro, y aunque escribí varias obras, nunca salieron de mis cajones.

Debajo de la aspereza en el trato, mi padre ocultaba su lado más vulnerable, un corazón cándido y generoso. Poseía un asombroso sentido de la belleza, tanto que, cuando debieron trasladarse a La Plata, él mismo diseñó la casa en que vivimos. Tarde descubrí su pasión por las plantas, a las que cuidaba con una delicadeza para mí hasta entonces desconocida. Jamás lo he visto faltar a la palabra empeñada, y con los años admiré su fidelidad hacia los amigos. Como fue el caso de don Santiago, el sastre que enfermó de tuberculosis. Cuando el doctor Helguera le advirtió que la única posibilidad de sobrevivir era irse a las sierras de Córdoba, mi padre lo acompañó en uno de esos estrechos camarotes de los viejos ferrocarriles, donde el contagio parecía inevitable.

Recuerdo siempre esta actitud que define su devoción por la amistad y que supe valorar varios años después de su muerte, como suele ocurrir en esta vida, que, a menudo, es un permanente desencuentro. Cuando se ha hecho tarde para decirle que lo queremos a pesar de todo y para agradecerle los esfuerzos con que intentó prevenirnos de las desdichas que son inevitables y, a la vez, aleccionadoras. Porque no todo era terrible en mi padre, y con nostalgia entreveo antiguas alegrías, como las noches en que me tenía sobre sus rodillas y me cantaba canciones de su tierra, o cuando por las tardes, al regresar del juego de naipes en el Club Social, me traía Mentolina, las pastillas que a todos nos gustaban.

Desgraciadamente, él ya no está y cosas fundamentales han quedado sin decirse entre nosotros; cuando el amor es ya inexpresable, y las viejas heridas permanecen sin cuidado. Entonces descubrimos la última soledad: la del amante sin el amado, los hijos sin sus padres, el padre sin sus hijos. Hace muchos años fui hasta aquella Paola de San Francesco donde un día se enamoró de mi madre; entreviendo su infancia entre esas tierras añoradas, mirando hacia el Mediterráneo, incliné la cabeza y mis ojos se nublaron.

Ya nada queda de la pensión de la calle Potosí donde una tarde, traída por un buen amigo, llegó Matilde, de diecinueve años, huyendo de un hogar en que se la adoraba, para venir a juntarse en una piezucha de Buenos Aires con esta especie de delincuente que era yo. Para luchar en la clandestinidad contra la dictadura del general Uriburu, por un mundo sin miseria y sin desamparo. Una utopía, claro, pero sin utopías ningún joven puede vivir en una realidad horrible. Allí, muchas veces soportamos el hambre, cuando compartíamos un poco de pan y mate cocido, salvo en los días de suerte, en que la generosa doña Esperanza, encargada de la pensión, nos golpeaba la puerta para ofrecernos un plato de comida.
En esos tiempos de pobreza y persecución se desencadenó una grave crisis, y finalmente, mi alejamiento de aquel movimiento por el que tanto había arriesgado.

Los miembros del Partido, que, por supuesto, vigilaban cualquier "desviación", advirtieron en mí ciertos indicios sospechosos. En conversaciones con camaradas íntimos, yo sostuve que la dialéctica era aplicable a los hechos del espíritu, pero no a los de la naturaleza, de modo que el "materialismo dialéctico" era toda una contradicción. Alguien que no haya conocido a fondo la mentalidad del comunismo militante podría pensar que eso no era grave, cuando en rigor era gravísimo para los dirigentes, que consideraban un delito separar la teoría de la práctica. Sería largo de explicar en qué fundamentos me basaba, lo único que puedo decir es que esto sucedió hacia 1935, y que muchos años más tarde, en un encuentro teórico realizado en la Mutualité de París, se debatió ese problema entre grandes filósofos como Sartre y otros, y se sostuvo precisamente lo mismo.

Sea como fuere, aquella hipótesis era arriesgadísima porque el marxismo-leninismo estaba codificado de una manera férrea e inapelable. El Partido -palabra que siempre se escribía con mayúscula- resolvió mandarme por dos años a las Escuelas Leninistas de Moscú, donde uno se curaba o terminaba en un gulag o en un hospital psiquiátrico. Sin duda habría acabado en uno de esos campos de concentración, dada la convicción profunda que tenía sobre ese disparate filosófico. Por el espíritu de sacrificio que reinaba en los militantes, Matilde aceptó tristemente mi viaje a la Unión Soviética por dos años -y quizá para siempre-, quedando ella oculta en casa de mi madre.

Antes de ir a Moscú debía pasar por el Congreso contra el Fascismo y la Guerra, que presidía en Bruselas Henri Barbusse, organizado por el Partido y bajo su riguroso control. El viaje partía de Montevideo, yo atravesé de noche el delta del río de la Plata, en una lancha de contrabandistas, para luego seguir en barco, con documentos falsos, hasta Amberes; y finalmente, en tren hasta Bruselas. Allí tuve la oportunidad de escuchar a gente de la Schutzbund, de Austria, y a militantes que venían de Alemania, donde el hitlerismo estaba en ascenso. Me pusieron en un cuarto de los llamados Auberges de la Jeunesse junto a un compañero que conocí con el nombre supuesto de Pierre. Era un dirigente del Comité Central de la Juventud Francesa, de ciega obediencia a la teoría, lo que me hizo poner en guardia, porque en el Partido no se cometían esa clase de equivocaciones; aquel muchacho militante luego cayó en manos de la Gestapo y fue muerto tras salvajes torturas.

En uno de esos diálogos que teníamos antes de dormir surgió una discusión, y cometí el peligroso error de manifestar mis dudas sobre aquel problema filosófico. A la mañana siguiente le dije a mi compañero que me dolía el estómago y que iría en cuanto me aliviara el dolor. Después de una hora o más, cuando consideré que él no volvería, arreglé mi valijita y me escapé a París en tren. Ya habían comenzado los "procesos" del siniestro imperio estalinista, y apenas tuve esa conversación con Pierre comprendí que si iba a Moscú no volvería jamás. Todos los diálogos, las experiencias que conocí a través de militantes de otros países, acabaron por agrietar ya en forma irreversible la frágil construcción que en mi mente se vino abajo.

Como había ido a Bruselas ya con graves dudas sobre la dictadura de Stalin, en Buenos Aires, un amigo, ex simpatizante del Partido, me había dado la dirección de un trotskista argentino director de un semanario francés, que años más tarde moriría en un tanque en tiempos de la guerra civil española. Él me puso en contacto con un portero de la École Normale Supérieure, ex comunista, que me ofreció dormir en su cuartucho, en una de esas grandes camas de París. Como no había calefacción y el frío era intenso en aquel 1935, además de las mantas, nos cubríamos con una cantidad de L"Humanité. Durante el día deambulaba a la deriva por las calles de París, sin llegar a ver hacia qué tierras me arrastraría el naufragio. Hasta que una tarde entré en la librería Gibert, del Boulevard Saint-Michel, y robé un libro de análisis matemático de Émile Borel y escapé con él escondido en mi sobretodo. Recuerdo aquel atardecer gélido de invierno, leyendo los primeros fragmentos, con el temblor de un creyente que vuelve a entrar a un templo luego de un turbio periplo de violencias y pecados. Aquel sagrado temblor era una mezcla de deslumbramiento, de recogida admisión y de una paz que hacía tiempo anhelaba mi espíritu: el orbe matemático me llamaba a sus puertas por segunda vez.

De regreso en el país, espiritualmente destrozado, me encerré en el Instituto de Físico-Matemática, y en pocos años terminé mi doctorado. Allí me preparaba casi a diario para resistir los insultos y los agravios por mi "traición" al comunismo, cuando en rigor era todo lo contrario. El gran traidor fue ese hombre monstruoso, ex seminarista, que liquidó a todos los que habían hecho verdaderamente la revolución, hasta alcanzar en el extranjero al propio Trotsky, uno de los más brillantes y audaces revolucionarios de la primera hora, asesinado en México por los hachazos estalinistas.

Los excluidos no tienen justicia que los defienda. He ido a la villa treinta y uno, de Retiro, para solidarizarme con los sacerdotes que ayunan en repudio por la crueldad con que se pretendió echar a la gente, derribando sus precarias construcciones con salvajes topadoras.

Al regresar a casa, durante la noche he podido ver por televisión cómo se agredía a unos obreros que se negaban a desalojar una fábrica, golpeados con violencia, tratados como delincuentes por una sociedad que no considera un delito negarles a los hombres su derecho al trabajo; expropiándoles, incluso, hasta las pocas leyes laborales que los protegían.

También he visto a la policía corriendo con palos y tanques hidráulicos a vendedores ambulantes, en lugar de encarcelar a los que se están robando hasta las últimas monedas y tienen dinero y poder para comprar a esa justicia que cae con despiadada dureza sobre un pobre ladrón de gallinas. Como el muchacho que me escribió desde una cárcel cordobesa pidiéndome un ejemplar del Nunca más autografiado. Mientras ese hombre estaba preso por un delito menor, en un gesto aberrante se puso en libertad a los culpables de haber desangrado a la patria.

Con gran amargura, la tarde en que escuché la noticia de los indultos, me encerré en mi estudio sin deseos de ver a nadie, mientras volvían a mi mente las imágenes del horror, aquellos escenarios del suplicio.

En los años que precedieron al golpe de Estado de 1976 hubo actos de terrorismo que ninguna comunidad civilizada podría tolerar. Invocando esos hechos, criminales de la más baja especie, representantes de fuerzas demoniacas, desataron un terrorismo infinitamente peor, porque se ejerció con el poderío e impunidad que permite el Estado absoluto, iniciándose una caza de brujas que no sólo pagaron los terroristas, sino miles y miles de inocentes.

Cuando el país amaneció de esa pesadilla, el presidente Alfonsín, en su condición de jefe supremo de las Fuerzas Armadas, ordenó a los tribunales militares enjuiciar a los culpables de ese histórico horror. Luego, como estatuye la Constitución, el fuero civil daría la última palabra. Finalmente se nombró una comisión de civiles que, a través de una investigación paralela, aportó pruebas a la labor de los tribunales.

El horror que día a día íbamos descubriendo dejó a todos los que integramos la Conadep, la oscura sensación de que ninguno volvería a ser el mismo, como suele ocurrir cuando se desciende a los infiernos. Siempre recordaré la entereza ética y espiritual de las personalidades de la ciencia, la filosofía, varias religiones y el periodismo, que integraron la comisión.

El informe era transcripto por dactilógrafas que debían ser reemplazadas cuando, entre llantos, nos decían que les era imposible continuar su labor. En más de cincuenta mil páginas quedaron registradas las desapariciones, torturas y secuestros de miles de seres humanos, a menudo jóvenes idealistas, cuyo suplicio permanecerá para siempre en el lugar más desgarrado de nuestro corazón.

El terrorismo de Estado provocó también la destrucción de las familias de los desaparecidos. Padres y madres, en su atormentada fantasía, enterraron y resucitaron a sus hijos, sin saber, siquiera, la monstruosa realidad. Será difícil calcular cuántos padres murieron o se dejaron morir de angustia y de tristeza, cuántos otros enloquecieron. Como ocurrió con Miguel Itzigson, mi gran amigo, que en sus años finales tuvo como único objetivo recuperar a su hija, lograr alguna vez la verdad y la justicia. Pero el enfrentamiento con aquel horror, hecho de la crueldad de unos y la indiferencia de otros, acabó quebrando su admirable temple. Se dejó morir de tristeza.

El día en que la Conadep entregó el informe al presidente de la nación, la plaza de Mayo desbordaba de hombres, mujeres, jóvenes y madres con sus criaturas en brazos, que de ese modo daban su apoyo a aquel acontecimiento fundamental de nuestra historia. Ya que Nunca Más deberíamos reiterar los hechos que nos hicieron trágicamente famosos, cuando la prensa del mundo entero escribía en castellano la palabra "desaparecido".

Lamentablemente, las leyes de Obediencia Debida y de Punto Final, y luego los indultos, han abortado aquella voluntad soberana que hubiese sido un ejemplo de lucha ética, que hubiera tenido consecuencias ejemplares para el futuro de nuestra patria. Porque la tragedia que vivió la Argentina no será olvidada jamás por los que poseen un corazón noble; no sólo por quienes han presenciado aquel infierno, sino también por la condena de todos los seres de conciencia del mundo. Como lo demuestra la investigación que en otros países llevan adelante seres como el juez Baltasar Garzón, con quien estuve durante mi último viaje a España. La sangre, el horror y la violencia cuestionan a la humanidad entera, y nos demuestran que no podemos desentendernos del sufrimiento de ningún ser humano."

jueves, abril 28, 2011

martes, abril 26, 2011

CHERNOBYL (1986-2011)

CHERNOBYL  (1986-2011)



La madrugada del 26 de abril de 1986 se puso en marcha un ensayo en el sistema de retroalimentación del reactor con la finalidad de ahorrar energía. A la 1:23 a.m. se desactivan los sistemas de seguridad y comienza el experimento. Una cadena de errores humanos origina varias detonaciones.
La potencia se incrementa y la fusión de las barras de combustible colisiona con el agua de refrigeración. Esto genera una alta cantidad de vapor que provoca una explosión en el edificio del reactor. En el libro “La verdad sobre Chernóbil” de Grigori Medvédev, uno de los ingenieros de la central nuclear, éste asegura que la tragedia se pudo evitar. Se debió abandonar el experimento y conectar el reactor al sistema de refrigeración de emergencia.
La tapa del reactor de 1.200 toneladas es lanzada al aire y una poderosa corriente de vapor radiactivo libera uranio y grafito a cientos de metros sobre la planta. Mijaíl Gorbachov, secretario general del Partido Comunista de la URSS, es informado recién a las 5 a.m., aunque se le oculta la gravedad de la situación.

Tras la detonación Iván Mijáilovich, quien se encontraba de guardia, alertó al equipo de bomberos que se dirigió hacia la central en llamas. La lucha contra el fuego, sin el equipo protector adecuado, se llevó a cabo en medio de un verdadero “infierno nuclear”, cuenta Medvédev en su libro.
Aunque arrojan toneladas de agua hacia el núcleo, el fuego radiactivo no cede. Los primeros efectos comienzan a hacer sucumbir a los bomberos, quienes se retiran en medio de vómitos, mareos y desmayos, pues todos quedan expuestos a dosis letales de radiación. Esa noche mueren 2 hombres y otros 28 morirán en los meses siguientes.
Los primeros periodistas llegan en helicóptero y observan un enorme agujero en medio de la planta nuclear. El panorama era devastador. Uno de ellos, Igor Konstin, solo toma 12 fotos pues su máquina se traba por la radiación.

En la mañana del 26 de abril, a pocas horas del accidente, a 3 km. de la planta, los 43 mil habitantes de la localidad de Prypiat realizan su rutina diaria. Solo se rumorea que hubo un incendio, pero no saben la magnitud del accidente.
Aparecen soldados enmascarados diseminados por la ciudad que empiezan a medir la radiactividad. En esa época los niveles se medían en roentgens. En Pripyat los niveles están 15 mil veces más altos que lo normal.
Un ser humano puede absorber hasta dos roentgens por año, pero el cuerpo se contamina mortalmente si recibe más de 400 roentgens. Ese día los habitantes reciben 50 veces más de lo habitual. A ese ritmo alcanzarían la dosis mortal en 4 días.

La enorme burocracia soviética entra en acción y se forma una comisión nuclear que viaja a Chernóbil. A 30 horas del accidente, aunque la población de Prypiat no tiene información concreta de lo sucedido, una caravana de buses llega a la ciudad: se ha dado la orden de evacuación.
Mientras las autoridades soviéticas imponen la ley del silencio, rumores provenientes de Suecia hablaban ya de una grave avería en el reactor nuclear, algo que los satélites estadounidenses confirman pocas horas después

Recién el 28 de abril las autoridades de la Unión Soviética rompen su hermetismo ante la dimensión de la tragedia y anuncian oficialmente que se había producido un accidente. La nube radiactiva amenaza vastas regiones de la Europa oriental. No se descarta que la lluvia radiactiva perjudique también los cultivos de Polonia y Alemania Occidental.
El 28 de abril 80 helicópteros viajan desde Moscú para apagar el fuego. Cuando se posan sobre el reactor, a 200 metros de altura, la temperatura está entre 120 y 180 grados centígrados. Cientos de soldados arrojan bolsas de 80 kilos de arena y acido bórico sobre el magma radiactivo para neutralizarlo.
Los hombres son víctimas de los síntomas de la radiactividad: vómitos, náuseas y diarreas. Si la exposición ha sido demasiada se produce el deterioro de la médula ósea y quemaduras que carcomen la carne hasta el hueso. En esta acción heroica mueren alrededor de 600 pilotos.

La contaminación se extiende por Ucrania, Bielorrusia y Rusia. En los días posteriores, las personas evacuadas llegan a 130 mil y se aisla un área de 300 mil hectáreas alrededor de la zona del desastre. La nube radiactiva alcanza Alemania, Italia, Gran Bretaña y Grecia.
Aunque el hoyo se llena con arena y acido bórico, 195 toneladas de material nuclear siguen ardiendo. Entonces surge una nueva amenaza: el bloque de cemento corre el peligro de quebrarse, lo cual permitiría que el magma se filtre y entre en contacto con el agua que pasa por debajo de la planta nuclear, originando una segunda explosión más mortífera.
Para sellar el hoyo se arroja plomo al reactor. La temperatura baja, el hoyo se sella y la radiación desciende. Sin embargo, el riesgo de una segunda explosión se mantiene. La única manera de llegar al corazón del problema es por los túneles. Se debe poner algo debajo del reactor para evitar que el magma llegue al suelo. Entonces se considera una nueva operación.

El 13 de mayo un grupo de mineros inicia una audaz y delicada labor en Chernóbil. Su misión es llegar al reactor por debajo de la tierra e instalar un sistema de refrigeración. En un mes 10 mil mineros trabajan en el túnel bajo una temperatura de 50 grados centígrados. A pesar de la profundidad que los distancia del reactor son expuestos a una radiación de un roentgen por hora.
Batallones de 30 mineros se relevan cada 3 horas, 24 horas por día. En un mes cavan un túnel de 150 metros. Los mineros cumplen su objetivo, pero no se echa refrigerante, solo cemento. 2.500 mineros mueren en el transcurso de los años posteriores.

A continuación el gobierno decide limpiar la zona del desastre y forma un “ejército de liquidadores de la radiación”. Todos son jóvenes reservistas que van a enfrentarse a la peor de todas las batallas.Los liquidadores limpian el polvo radiactivo casa por casa. Se forman escuadrones que patrullan los bosques matando incluso perros y gatos; y eliminando cualquier vestigio de contaminación: Se derriban las casas y se entierran. En un año pasan 100 mil soldados reservistas por Chernóbil.
El siguiente paso es construir un sarcófago de concreto y acero de 170 metros de largo por 66 metros de alto que blinde el reactor dañado. Se envían máquinas de control remoto para remover los escombros, pero surge un nuevo problema. El techo de la planta está lleno de piezas de grafito, altamente contaminadas.

Estas piezas envolvían varas de uranio. Una sola pieza despide suficiente radiactividad como para matar a un hombre en una hora, por lo que hay que deshacerse de ellas. Entonces envían robots para arrojar escombros por el borde de los techos hacia la superficie. Abajo otros robots los recogen para enterrarlos. Pero la radiactividad afecta los circuitos de las máquinas y éstas se averían. Los hombres deberán reemplazarlas.

Se convoca a soldados rusos conocidos como biorrobots: jóvenes soldados que tienen entre 20 y 30 años. Ningún humano ha trabajado jamás en zonas tan radiactivas por lo que confeccionan unos uniformes de plomo que pesan de 26 a 30 kilos. La misión demanda rapidez y coraje.

Cuando suena la sirena el biorrobot sube al techo, y con una pala remueve los escombros y los lanza hacia la superficie. Cada soldado solo tenía dos o tres minutos para realizar su misión. A veces solo 40 segundos.
Hay 7.000 roentgens por hora en esa zona. Durante diez días 3.500 soldados participan de la operación de limpieza. Algunos subieron hasta 5 veces. El trabajo que un hombre haría en una hora en Chernóbil debían hacerlo 60 personas. Algunos se desmayan o tienen hemorragias nasales. Fueron dos semanas y media de infierno.
Como recompensa cada soldado recibe 100 rublos -el equivalente a 100 dólares- y un certificado de liquidador, aunque el nivel de radiación solo descendió en un 35%. Siete meses después de la explosión la zona está limpia y se completa el sarcófago.
Al final se iza la bandera de la Unión Soviética en los altos del reactor, como un acto simbólico de agradecimiento a los soldados. Los liquidadores celebran al colocar su bandera. Es una victoria pírrica que cuesta 18 mil millones de dólares.

Prypiat sigue siendo una ciudad fantasma. Nadie regresó a los edificios abandonados. Sin embargo, para los cientos de refugiados civiles y militares la lucha no terminó. Los que estuvieron allí aún sufren por la radiactividad.
Los liquidadores inundaron hospitales y clínicas. Todos son víctimas del “síndrome Chernóbil”. Todos tienen síntomas de radiactividad en el corazón, los riñones y el sistema nervioso, cuenta un ex liquidador. Hasta hoy más de mil niños han sido tratados por cáncer de tiroides en el centro especializado de Minsk.

De los 500 mil liquidadores 20 mil ya murieron y 200 mil son oficialmente minusválidos. Al cumplirse 25 años de la tragedia la zona de Chernóbil sigue siendo inhabitable y ocho millones de personas viven aún en zonas.



Documental

THE BATTLE OF CHERNOBYL dramatically chronicles the series of harrowing efforts to stop the nuclear chain reaction and prevent a second explosion, to "liquidate" the radioactivity, and to seal off the ruined reactor under a mammoth "sarcophagus." These nerve-racking events are recounted through newly available films, videos and photos taken in and around the plant, computer animation, and interviews with participants and eyewitnesses, many of whom were exposed to radiation, including government and military leaders, scientists, workers, journalists, doctors, and Pripyat refugees.
The consequences of this catastrophe continue today, with thousands of disabled survivors suffering from the "Chernobyl syndrome" of radiation-related illnesses, and the urgent need to replace the hastily-constructed and now crumbling sarcophagus over the still-contaminated reactor. As this remarkable film makes clear, THE BATTLE OF CHERNOBYL is far from over.



http://www.youtube.com/watch?v=yiCXb1Nhd1o

domingo, abril 24, 2011

NUESTROS HERMANOS LOS MIGRANTES

NUESTROS HERMANOS LOS MIGRANTES

Hace varios años, en el Festival de Cine Independiente de Sundance, tres realizadores desconocidos conquistaron adeptos con sus trabajos sobre la inmigración indocumentada en la frontera entre México y Estados Unidos.

Fueron los documentales De Nadie, del mexicano Tin Dirdamal,
http://www.youtube.com/watch?v=uX4X1YhW-sY&feature=related

y Crossing Arizona, de Joseph Mathew, y el drama de Pablo Véliz La tragedia de Macario, los que lograron emocionar al público.

Cada año más de un millón de indocumentados tratan de cruzar la frontera de 3 mil 200 kilómetros entre México y Estados Unidos en busca de trabajo. Al menos 464 murieron al hacer el intento el año pasado, muchos por deshidratación.

Mientras Crossing Arizona se centra en temas que aparecen a diario en los medios estadunidense, De Nadie y La tragedia de Macario abordan el problema desde la perspectiva de los inmigrantes, no siempre incluida en las crónicas periodísticas.

La historia de aquellos que buscan cruzar la frontera está surcada por la pobreza, y los anima la esperanza de hallar mejores trabajos y sueldos en Estados Unidos como trabajadores de la construcción o empleados domésticos.

Algunos cruzan la frontera y logran al menos parte de sus sueños. Muchos no lo consiguen, pero todos necesitan de ayuda, la cual parece faltar, de acuerdo con estas películas y sus realizadores.

De Nadie es la mirada de Dirdamal sobre los centroamericanos que frecuentemente fracasan en el intento por alcanzar la frontera entre México y Estados Unidos porque son detenidos por pandilleros que los golpean, violan y a veces matan.
Conmovido por la historia de los inmigrantes, Dirdamal tomó una cámara digital y se dedicó a documentar sus penurias. El director dijo que quiere que su obra se exhiba en Estados Unidos para que la gente pueda ver a estas personas como algo más que albañiles y mucamas.
http://www.youtube.com/watch?v=uX4X1YhW-sY&feature=related



El documental "Crossing Arizona" de Joseph Mathew, que compite en el Festival de Cine Sundance, examina ambos lados del debate sobre migración en Estados Unidos, y busca mostrar las fallas en la política migratoria de Estados Unidos.

Mathew, un ex fotógrafo de prensa que trabajó ocasionalmente para la AP en Baltimore hace algunos años, indicó que le interesó el tema luego de escuchar acerca de la crisis humanitaria en Arizona cuando se convirtió en un sitio de cruce ilegal de la frontera importante a mediados de la década de 1990.
Dos estrategias para detener el flujo de inmigrantes en la frontera entre Estados Unidos y México: "Operation Hold the Line" de 1993 y "Operation Gatekeeper" en 1994, incrementaron la seguridad cerca de los centros urbanos de El Paso, Texas, y San Diego, respectivamente. Eso dejó a los inmigrantes ilegales con sólo una opción, cambiar de ruta, y viajar durante días a través del árido desierto de Sonora, en la zona sureste.

Se estima que unas 4.500 personas tratan de cruzar el desierto cada día. El año pasado, según datos de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos, murieron 253 inmigrantes en Arizona, una cifra récord.
Mathew encontró grupos de personas que reflejan los sentimientos encontrados que despierta la situación. Existen grupos humanitarios que llenan tanques de agua para tratar de salvar vidas a la vez que hay un movimiento llamado "Minutemen" ciudadanos que tratan de detener a los inmigrantes en la frontera, hasta con las armas.
"El enfoque inicial fue cubrir la crisis humanitaria en Arizona", dijo Mathew. Pero al observar cómo el grupo de Chris Simcox atrajo atención a nivel nacional, el debate político se convirtió en otro punto de interés.

Una persona que fue entrevistada para el documental es Mike Wilson, miembro de la tribu Tohono O'odham, que colocó recipientes con agua alrededor de la reserva para ayudar a las personas que se lanzan a cruzar la frontera por el desierto. Su trabajo lo hace para la organización humanitaria "Humane Borders", cuyos empleados no pueden entrar a la reserva, y en contra de los deseos de su propia tribu.

Simcox asistió al estreno de la película la semana pasada, y trajo a algunos miembros de Minutemen con él, relató Mathew. Hubo muchas preguntas del público, pero nadie preguntó sobre cómo se hizo la película, dijo.
Un dueño de un rancho, Phil Krentz, calcula que ha perdido hasta un millón de dólares a lo largo de los años por ganado que se escapa, reparando bardas y limpiando la basura para evitar la muerte de sus vacas si se la comen.

Pero un agricultor, señala en el documental, mientras se ven a decenas de inmigrantes ilegales trabajando atrás de él, que depende de ellos. Teme que agentes de migración deportarán a sus empleados. "Si perdemos a estos tipos, perdemos una semana" de la cosecha, lo que podría provocarle la bancarrota, expresa.
"No fue nuestra intención denostar a nadie. La política fronteriza de Estados Unidos no sirve a nadie en la actualidad", dijo Mathew.
VER VIDEO